lunes, 3 de noviembre de 2014

Domingo astromántico

Recuerdo cuando apareció la señal de fuego en el cielo, recuerdo como brillaba y yo no podía dejar de mirar. Era mágico.



Yo, que siempre me piso el mismo pie y que tengo explicación para todo y nada, miraba cada noche aquel ente como si no pudiera ocurrir nada más en el mundo que me pudiera importar.
Para cuando me di cuenta de que era un meteorito que venía directo hacia mí, ya era tarde. Da igual a donde yo me moviese o a qué país viajase, donde me pudiera esconder. Porque iba a seguir y perseguir mi trayectoria hasta encontrarme.




Dejé ver tanto de mí aquellas noches mientras soñaba despierta contemplando la estrella, que ya era imposible que no pudiese hacerme daño.
Cuando corría despavorida intentando que no me alcanzara, sentí dentro de mi un pequeño halo de recuerdo, como si todo eso me fuese familiar. Y yo pensaba "que tonta eres, es imposible" pero esa sensación agridulce no se me fue de la boca hasta que me encontró.
Me dolían goteras que pensaba que había arreglado.



Era tan cegadora la luz, que me quemó las retinas por completo, y entró traspasando mi pecho como quien trincha un pavo. Sin dificultad ninguna. Quizá fue porque había abierto mi corazón como un libro cada noche mandando deseos que nadie escuchó nunca a lo que yo creía que era una estrella fugaz.



Después del impacto sólo he aprendido que ver atardeceres no es imprescindible, que sentirte el rey del mundo por escalar una pared es mejorable, que correr veinte kilómetros todos los día no te hacen tener un corazón más grande.
Descubrí que la gente se limita siempre a "disfrutar de los pequeños momentos de la vida", y no puedo evitar preguntarme. ¿Y qué hay de los momentos grandes? ¿Somos demasiado cobardes para querer disfrutar muchos grandes momentos de la vida?





¿No habían luces suficientes en el cielo para tener que mirar sólo a esa?



Sí, somos cobardes. Somos el único ser capaz de tener la felicidad con carteles y luces de neón en nuestras narices y pasar de largo porque nuestro ojo contaminado se acomodó a las luces de ciudad.
Nos limitamos a tópicos aprendidos sobre ideas de amor y gracia sin imponer nuestras propias pautas, conformándonos con la milésima parte y sintiendo desdicha cuando tenemos más de lo deseado.







Aprendí que nos da miedo sentir cosas mas grandes que un meteorito.
Lo único que tengo claro después del impacto es que es imposible parar algo inevitable.


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